domingo, 12 de julio de 2009

UNA NUEVA TIERRA

Hola a todos, aca les entrego el primer capitulo de diez.pienso enviarles un capitulo por semana para darles tiempo de lectura, si lo imprimen, al final van a armar el libro.-


CAPÍTULO 1

EL FLORECER DE LA CONCIENCIA HUMANA

EVOCACIÓN

La Tierra, hace 114 millones de años, un día poco después de despuntar el alba: la primera flor en existir sobre el planeta abre sus pétalos para recibir los rayos del sol. Con anterioridad a ese suceso extraordinario que anuncia la transformación evolutiva de la vida vegetal, el planeta había estado cubierto de vegetación durante millones de años. Es probable que la primera flor no hubiera sobrevivido por mucho tiempo y que las flores hubieran seguido siendo fenómenos raros y aislados, puesto que las condi­ciones seguramente no eran favorables para una florescencia ge­neralizada. Sin embargo, un día se llegó a un umbral crítico y súbitamente debió producirse una explosión de colores y aromas por todo el planeta, de haber habido una conciencia con capacidad de percepción para presenciarla.

Mucho tiempo después, esos seres delicados y perfumados a los cuales denominamos flores desempeñarían un papel esencial en la evolución de la conciencia de otras especies. Los seres humanos se sentirían cada vez más atraídos y fascinados por ellas. Seguramente, a medida que la conciencia humana se fue desarro­llando, las flores pudieron ser la primera cosa que los seres hu­manos valoraron sin que representaran un valor utilitario para ellos, es decir, sin que tuvieran alguna relación con su supervi­vencia. Sirvieron de inspiración para un sinnúmero de artistas, poetas y místicos. Jesús nos dice que contemplemos las flores y aprendamos a vivir como ellas. Se dice que Buda pronunció una vez un "sermón silencioso" mientras contemplaba una flor. Al cabo de un rato, uno de los presentes, un monje de nombre Mahakasyapa, comenzó a sonreír. Se dice que fue el único que comprendió el sermón. Según la leyenda, esa sonrisa (la realiza­ción) pasó a veintiocho maestros sucesivos y mucho después se convirtió en el origen del Zen.

La belleza de una flor pudo arrojar un breve destello de luz sobre la parte esencial más profunda del ser humano, su verdadera natu­raleza. El momento en que se reconoció por primera vez la belleza fue uno de los más significativos de la evolución de la conciencia humana. Los sentimientos de alegría y amor están íntimamente li­gados con ese reconocimiento. Sin que nos diéramos cuenta, las flo­res se convertirían en una forma de expresión muy elevada y sagrada que moraría dentro de nosotros pero que no tendría forma. Las flores, con su vida más efímera, etérea y delicada que la de las plantas de las cuales nacieron, se convertirían en especie de mensajeras de otro plano, un puente entre el mundo de las formas físicas y de lo informe. Su aroma no solamente era delicado y agradable para los sentidos, sino que traía una fragancia desde el plano del espíritu. Si utilizamos la palabra "iluminación" en un sentido más amplio del aceptado convencionalmente, podríamos pensar que las flores cons­tituyen la iluminación de las plantas.

Cualquiera de las formas de vida de los distintos reinos (mi­neral, vegetal, animal o humano) pasa por la "iluminación". Sin embargo, es algo que sucede muy rara vez puesto que es más que un paso en la evolución: también implica una discontinuidad de su desarrollo, un salto hacia un nivel completamente diferente del Ser, acompañado, en lo que es más importante, de una disminu­ción de la materialidad.

¿Qué podría ser más denso e impenetrable que una roca, la más densa de todas las formas? No obstante, algunas rocas sufren cambios en su estructura molecular, convirtiéndose en cristales para dar paso a la luz. Algunos carbones se convierten en diaman­tes bajo condiciones inconcebibles de calor y de presión, mientras que algunos minerales pesados se convierten en piedras preciosas.

La mayoría de los reptiles rastreros, los más íntimamente unidos a la tierra, han permanecido iguales durante millones de años. Sin embargo, algunos otros desarrollaron plumas y alas para convertirse en aves, desafiando la fuerza de la gravedad que los había mantenido sujetos al suelo durante tanto tiempo. No aprendieron a reptar o a andar mejor, sino que trascendieron totalmente esos dos pasos.

Desde tiempos inmemoriales, las flores, los cristales, las pie­dras preciosas y las aves han tenido un significado especial para el espíritu humano. Al igual que todas las formas de vida, son, lógicamente, manifestaciones temporales de la Vida y la Concien­cia. Su significado especial y la razón por la que los seres huma­nos se han sentido fascinados y atraídos por ellas pueden atribuirse a su cualidad etérea.

Cuando el ser humano tiene un cierto grado de Presencia, de atención y alerta en sus percepciones, puede sentir la esencia di­vina de la vida, la conciencia interior o el espíritu de todas las criaturas y de todas las formas de vida, y reconocer que es uno con esa esencia y amarla como a sí mismo. Sin embargo, hasta tanto eso sucede, la mayoría de los seres humanos perciben solamente las formas exteriores sin tomar conciencia de su esencia interior, de la misma manera que no reconocen su propia esencia y se limitan a identificarse solamente con su forma física y psi­cológica.

Sin embargo, en el caso de una flor, un cristal, una piedra preciosa o un ave, hasta una persona con un grado mínimo de Presencia puede sentir ocasionalmente que en esa forma hay algo más que una simple existencia física, aún sin comprender la razón por la que se siente atraída y percibe una cierta afinidad por ella. Debido a su naturaleza etérea, esa forma oculta menos el espíritu interior que otras formas de vida. La excepción de esto son todas las formas recién nacidas como los bebés, los cachorros, los gati­tos, los corderos, etcétera; son frágiles, delicados y no se han establecido firmemente en la materialidad. De ellos emana todavía inocencia, dulzura y una belleza que no es de este mundo. Son un deleite hasta para los seres humanos relativamente insensi­bles.

Así que cuando contemplamos conscientemente una flor, un cristal o un ave sin decir su nombre mentalmente, se convierte en una ventana hacia el mundo de lo informe. Podemos vislumbrar algo del mundo del espíritu. Es por eso que estas tres formas "iluminadas y aligeradas" de vida han desempeñado un papel tan importante en la evolución de la conciencia humana desde la antigüedad; es la razón por la cual la joya de la flor de loto es un símbolo central del budismo y la paloma, el ave blanca, representa al Espíritu Santo en el cristianismo. Han venido abonando el te­rreno para un cambio más profundo de la conciencia planetaria, el cual debe manifestarse en la especie humana. Es el despertar es­piritual que comenzamos a presenciar ahora.

¿CUÁL ES LA FINALIDAD DE ESTE LIBRO?

¿Está lista la humanidad para una transformación de la concien­cia, un florecimiento interior tan radical y profundo que la flores­cencia de las plantas, con toda su hermosura, sea apenas un pálido reflejo? ¿Podrán los seres humanos perder la densidad de las es­tructuras mentales condicionadas y llegar a ser, lo mismo que los cristales o las piedras preciosas, transparentes a la luz de la conciencia? ¿Podrán desafiar la fuerza de gravedad del materialismo y la materialidad para elevarse por encima de la forma cuya iden­tidad mantiene al ego en su lugar y los condena a vivir prisione­ros dentro de su personalidad?

La posibilidad de esa transformación ha sido el tema central de las enseñanzas de los grandes sabios de la humanidad. Los mensajeros como Buda, Jesús y otros (no todos conocidos) fueron las primeras flores de la humanidad. Fueron los precursores, unos seres raros y maravillosos. En su época no era posible todavía un florecimiento generalizado y su mensaje fue distorsionado o mal comprendido. Ciertamente no transformaron el comportamiento humano, salvo en unas cuantas personas.

¿Está más preparada la humanidad ahora que en la época de los primeros maestros? ¿Por qué habría de ser así? ¿Hay algo que podamos hacer para propiciar o acelerar este cambio interior? ¿Qué es lo que caracteriza el tradicional estado egotista de la conciencia y cuáles son las señales que permitirán reconocer el surgimiento de la nueva conciencia? Estos son los interrogantes que tratare­mos de resolver en este libro. Pero es más importante el hecho de que este libro es en sí un medio de transformación emanado de esa nueva conciencia que comienza a aflorar. Aunque los conceptos y las ideas aquí contenidos son importantes, son secundarios. No son más que señales a lo largo del camino que conduce hacia el despertar. A medida que vaya leyendo se operará un cambio en usted.

La finalidad principal de este libro no es darle a su mente más información ni creencias, ni tratar de convencerlo de algo, sino generar en usted un cambio de conciencia, es decir, un despertar. En ese sentido, este libro no es "interesante", puesto que esa palabra implica la posibilidad de mantener una distancia, jugar con las ideas y los conceptos en la mente y manifestarse de acuer­do o en desacuerdo con ellos. Este libro es sobre usted. Si no contribuye a modificar el estado de su conciencia, no tendrá sig­nificado alguno. Solamente servirá para despertar a quienes estén listos. Aunque no todo el mundo está listo, muchas personas sí lo están y, cada vez que alguien despierta se amplifica el ímpetu de la conciencia colectiva, facilitando el cambio para los demás. Si no sabe lo que significa despertar, siga leyendo. Es solamente a tra­vés del despertar que podrá comprender el verdadero significado de la palabra. Basta con un destello para iniciar el proceso, que es irreversible. Para algunos, este libro será ese destello, para mu­chos otros que quizás no se hayan dado cuenta, el proceso ya ha comenzado. Este libro les ayudará a reconocerlo. Algunos habrán emprendido el camino como consecuencia del sufrimiento o de una pérdida, mientras que otros quizás lo hayan hecho a través del contacto con un maestro o una enseñanza espiritual, la lectura de El poder del ahora o de algún otro libro pleno de vida espiri­tual y de energía transformadora, o una combinación de lo ante­rior. Si ya se ha iniciado en usted el proceso del despertar, éste se acelerará e intensificará con esta lectura.

Una parte esencial del despertar consiste en reconocer esa parte que todavía no despierta, el ego con su forma de pensar, hablar y actuar, además de los procesos mentales colectivos con­dicionados que perpetúan el estado de adormecimiento. Es por eso que el libro muestra los principales aspectos del ego y la forma como operan tanto a nivel individual como colectivo. Esto es importante por dos razones conexas: la primera es que a menos de que usted conozca la mecánica fundamental del ego, no podrá reconocerlo y caerá en el error de identificarse con él una y otra vez. Eso significa que el ego se apoderará de usted y fingirá ser usted. La segunda razón es que el acto mismo de reconocer es uno de los mecanismos para despertar. Cuando usted reconozca su inconciencia, será precisamente el surgimiento de la conciencia, el despertar, el que hará posible ese reconocimiento. No es posible vencer en la lucha contra el ego, como no es posible luchar contra la oscuridad. Lo único que hace falta es la luz de la conciencia. Usted es esa luz.

NUESTRA HERENCIA DISFUNCIONAL

Si entendemos de manera más profunda las religiones y las tra­diciones espirituales antiguas de la humanidad, encontramos que debajo de las diferencias aparentes hay dos principios fundamen­tales en los cuales convergen prácticamente todas. Si bien las palabras utilizadas para expresar esos principios son diferentes, todas apuntan hacia una doble verdad fundamental. La primera parte de esa verdad es el reconocimiento de que el estado mental "normal" de la mayoría de los seres humanos contiene un elemento fuerte de disfunción o locura. Son quizás algunas de las enseñanzas centrales del hinduismo las que más se acercan a ver esta disfunción como una forma de enfermedad mental colectiva. La denominan maya, el velo de la ilusión. Ramana Maharshi, uno de los grandes sabios de la India, afirma claramente que "la mente es maya".

El budismo utiliza términos diferentes. Para Buda, la mente humana en su estado normal genera dukkha, vocablo que puede traducirse como sufrimiento, descontento o simple desdicha. La ve como una característica de la condición humana. A donde quiera que vamos, en cualquier cosa que hacemos, dice Buda, tropeza­mos con dukkha, que termina manifestándose en todas las situa­ciones tarde o temprano.

Según las enseñanzas cristianas, el estado colectivo normal de la humanidad es el del "pecado original". La palabra "pecado" ha sido mal comprendida y mal interpretada. Traducida literalmente del griego antiguo, idioma en el cual se escribió el Nuevo Testamento, pecar significa errar el blanco, como el arquero que no clava la flecha en la diana. Por consiguiente, significa no dar en el blanco de la existencia humana. Significa vivir torpe y ciegamente, sufriendo y causando sufrimiento. Así, una vez despojado de su bagaje cultural y de las interpretaciones erróneas, el térmi­no apunta a una disfunción inherente a la condición humana.

Los logros de la humanidad son impresionantes e innegables. Hemos creado obras sublimes en la música, la literatura, la pin­tura, la arquitectura y la escultura. En épocas recientes, la ciencia y la tecnología han provocado cambios radicales para nuestra forma de vida y nos han permitido hacer y crear cosas que habrían parecido prodigiosas apenas hace 200 años. No hay duda de que la mente humana es enorme. Sin embargo, esa misma inteligen­cia está tocada de locura. La ciencia y la tecnología han amplifi­cado el impacto destructivo ejercido por la disfunción de la mente humana sobre el planeta, sobre otras formas de vida y sobre los mismos seres humanos. Es por eso que la historia del siglo veinte es la que permite reconocer más claramente esa locura colectiva. Otro de los factores es que esta disfunción se está acelerando e intensificando.

La Primera Guerra Mundial estalló en 1914. Toda la historia de la humanidad había estado preñada de guerras crueles y destructivas, motivadas por el miedo, la codicia y las ansias de poder, además de los episodios ignominiosos como la esclavitud, la tortura y la violencia generalizada motivada por razones reli­giosas e ideológicas. Los seres humanos habían sufrido más a manos de otros seres humanos que a causa de los desastres natu­rales. Sin embargo, en 1914, la inteligencia de la mente humana había inventado no solamente el motor de combustión interna sino los tanques, las bombas, las ametralladoras, los submarinos, los lanzallamas y los gases tóxicos. ¡La inteligencia al servicio de la locura! En una guerra estática de trincheras perecieron en Francia y en Bélgica millones de hombres tratando de conquistar unas cuantas millas de marismas. Al terminar la guerra en 1918, los sobrevivientes observaron horrorizados e incrédulos la devasta­ción provocada: 10 millones de seres humanos muertos y muchos más mutilados o desfigurados. Nunca antes habían sido tan destructivos, tan dolorosamente palpables, los efectos de la locura humana. Estaban lejos de saber que eso era apenas el comienzo.

Para finales del siglo, el número de personas muertas violen­tamente a manos de sus congéneres aumentaría a más de cien millones. Serían muertes provocadas no solamente por las gue­rras entre las naciones, sino por los exterminios masivos y el genocidio, como el asesinato de 20 millones de "enemigos de cla­se, espías y traidores" en la Unión Soviética de Stalin, o los horrores innombrables del holocausto en la Alemania nazi. También hubo muertes acaecidas durante un sinnúmero de conflictos internos como la Guerra Civil Española o durante el régimen de los Khmer Rojos en Cambodia cuando fue asesinada una cuarta parte de la población de ese país.

Basta con ver las noticias de todos los días en la televisión para reconocer que la locura no solamente no ha menguado sino que todavía continúa en el siglo veintiuno. Otro aspecto de la disfunción colectiva de la mente humana es la violencia sin pre­cedentes desatada contra otras formas de vida y contra el planeta mismo: la destrucción de los bosques productores de oxígeno y de otras formas de vida vegetal y animal, el tratamiento cruel de los animales en las granjas mecanizadas y la contaminación de los ríos, los océanos y el aire. Empujados por la codicia e ignorantes de su conexión con el todo, los seres humanos insisten en un comportamiento que, de continuar desbocado, provocará nuestra propia destrucción.

Las manifestaciones colectivas de la locura asentada en el corazón de la condición humana constituyen la mayor parte de la historia de la humanidad. Es, en gran medida, una historia de demencia. Si la historia de la humanidad fuera la historia clínica de un solo ser humano, el diagnóstico sería el siguiente: desórdenes crónicos de tipo paranoide, propensión patológica a cometer asesinato y actos de violencia y crueldad extremas contra sus supuestos "enemigos", su propia inconciencia proyectada hacia el exterior; demencia criminal, con unos pocos intervalos de lucidez.

El miedo, la codicia y el deseo de poder son las fuerzas psicológicas que no solamente inducen a la guerra y la violencia entre las naciones, las tribus, las religiones y las ideologías, sino que también son la causa del conflicto incesante en las relaciones personales. Hacen que tengamos una percepción distorsionada de nosotros mismos y de los demás. A través de ellas interpretamos equivocadamente todas las situaciones, llegando a actuaciones descarriadas encaminadas a eliminar el miedo y satisfacer la ne­cesidad de tener más: ese abismo sin fondo que no se llena nunca.

Sin embargo, es importante reconocer que el miedo, la codicia y el deseo de poder no son la disfunción de la que venimos hablando sino que son productos de ella. La disfunción realmente es un delirio colectivo profundamente arraigado dentro de la mente de cada ser humano. Son varias las enseñanzas espirituales que nos aconsejan deshacernos del miedo y del deseo, pero esas prác­ticas espirituales por lo general no surten efecto porque no atacan la raíz de la disfunción. El miedo, la codicia y el deseo de poder no son los factores causales últimos. Si bien el anhelo de mejorar y de ser buenos es un propósito elevado y encomiable, es un empeño condenado al fracaso a menos de que haya un cambio de conciencia. Esto se debe a que sigue siendo parte de la misma disfunción, una forma más sutil y enrarecida de superación, un deseo de alcanzar algo más y de fortalecer nuestra identidad conceptual, nuestra propia imagen. No podemos llegar a ser buenos esforzándonos por serlo sino encontrando la bondad que mora en nosotros para dejarla salir. Pero ella podrá aflorar únicamente si se produce un cambio fundamental en el estado de conciencia.

La historia del comunismo, inspirado originalmente en ideales nobles, ilustra claramente lo que sucede cuando las personas tratan de cambiar la realidad externa, de crear una nueva tierra, sin un cambio previo de su realidad interior, de su estado de conciencia. Hacen planes sin tomar en cuenta la impronta de disfunción que todos los seres humanos llevamos dentro: el ego.

EL DESPERTAR DE UNA NUEVA CONCIENCIA

En la mayoría de las tradiciones religiosas y espirituales antiguas existe la noción común de que el estado "normal" de nuestra mente está marcado por un defecto fundamental. Sin embargo, de esta noción sobre la naturaleza de la condición humana (las malas noticias) se deriva una segunda noción: la buena nueva de una posible transformación radical de la conciencia humana. En las enseñanzas del hinduismo (y también en ocasiones del budismo), esa transformación se conoce como iluminación. En las enseñanzas de Jesús, es la salvación y en el budismo es el final del sufri­miento. Otros términos empleados para describir esta transfor­mación son los de liberación y despertar.

El logro más grande de la humanidad no está en sus obras de arte, ciencia o tecnología, sino en reconocer su propia disfunción, su locura. Algunos individuos del pasado remoto tuvieron ese reconocimiento. Un hombre llamado Gautama Siddhartha, quien vivió en la India hace 2.600 años, fue quizás el primero en verlo con toda claridad. Más adelante se le confirió el título de Buda. Buda significa "el iluminado". Por la misma época vivió en China otro de los maestros iluminados de la humanidad. Su nombre era Lao Tse. Dejó el legado de sus enseñanzas en el Tao Te Ching, uno de los libros espirituales más profundos que haya sido escrito.

Reconocer la locura es, por su puesto, el comienzo de la sanación y la trascendencia. En el planeta había comenzado a surgir una nueva dimensión de conciencia, un primer asomo de flores­cencia. Esos maestros les hablaron a sus contemporáneos. Les hablaron del pecado, el sufrimiento o el desvarío. Les dijeron, "Examinen la manera cómo viven. Vean lo que están haciendo, el sufrimiento que están creando". Después les hablaron de la posibilidad de despertar de la pesadilla colectiva de la existencia hu­mana "normal". Les mostraron el camino.

El mundo no estaba listo para ellos y, aún así, constituyeron un elemento fundamental y necesario del despertar de la huma­nidad. Era inevitable que la mayoría de sus contemporáneos y las generaciones posteriores no los comprendieran. Aunque sus en­señanzas eran a la vez sencillas y poderosas, terminaron distor­sionadas y malinterpretadas incluso en el momento de ser regis­tradas por sus discípulos. Con el correr de los siglos se añadieron muchas cosas que no tenían nada que ver con las enseñanzas originales sino que reflejaban un error fundamental de interpre­tación. Algunos de esos maestros fueron objeto de burlas, escar­nio y hasta del martirio. Otros fueron endiosados. Las enseñanzas que señalaban un camino que estaba más allá de la disfunción de la mente humana, el camino para desprenderse de la locura colec­tiva, se distorsionaron hasta convertirse ellas mismas en parte de esa locura.

Fue así como las religiones se convirtieron en gran medida en un factor de división en lugar de unión. En lugar de poner fin a la violencia y el odio a través de la realización de la unicidad fundamental de todas las formas de vida, desataron más odio y violencia, más divisiones entre las personas y también al interior de ellas mismas. Se convirtieron en ideologías y credos con los cuales se pudieran identificar las personas y que pudieran usar para amplificar su falsa sensación de ser. A través de ellos podían "tener la razón" y juzgar "equivocados" a los demás y así definir su identidad por oposición a sus enemigos, esos "otros", los "no creyentes", cuya muerte no pocas veces consideraron justificada. El hombre hizo a "Dios" a su imagen y semejanza. Lo eterno, lo infinito y lo innombrable se redujo a un ídolo mental al cual había que venerar y en el cual había que creer como "mi dios" o "nuestro dios".

Y aún así... a pesar de todos los actos de locura cometidos en nombre de la religión, la Verdad hacia la cual esos actos apuntan, continúa brillando en el fondo, pero su resplandor se proyecta tenuemente a través de todas esas capas de distorsiones e inter­pretaciones erradas. Sin embargo, es poco probable que podamos percibirlo a menos de que hayamos podido aunque sea vislumbrar esa Verdad en nuestro interior. A lo largo de la historia han existido seres que han experimentado el cambio de conciencia y han reconocido en su interior Aquello hacia lo cual apuntan todas las religiones. Para describir esa Verdad no conceptual recurrie­ron al marco conceptual de sus propias religiones.

Gracias a algunas de esas personas, al interior de todas las religiones principales se desarrollaron "escuelas" o movimientos que representaron no solamente un redescubrimiento sino, en algunos casos, la intensificación de la luz de la enseñanza original. Fue así como apareció el gnosticismo y el misticismo entre los primeros cristianos y durante la Edad Media, el sufismo en el Islam, el jasidismo y la cábala en el judaísmo, el vedanta advaita en el hinduismo, y el Zen y el Dzogchen en el budismo. La ma­yoría de estas escuelas eran iconoclastas. Eliminaron una a una todas las capas sofocantes de la conceptualización y las estructuras de los credos mentales, razón por la cual la mayoría fueron objeto de suspicacia y hasta de hostilidad de parte de las jerarquías re­ligiosas establecidas. A diferencia de las religiones principales, sus enseñanzas hacían énfasis en la realización y la transformación interior. Fue a través de esas escuelas o movimientos esotéricos que las religiones recuperaron el poder transformador de las enseñanzas originales, aunque en la mayoría de los casos solamen­te una minoría de personas tuvieron acceso a ellas. Nunca fueron suficientes en número para tener un impacto significativo sobre la profunda inconsciencia colectiva de las mayorías. Con el tiem­po, algunas de esas escuelas desarrollaron unas estructuras formales demasiado rígidas o conceptualizadas como para permitirles conservar su vigencia.

ESPIRITUALIDAD Y RELIGIÓN

Cuál es el papel de las religiones convencionales en el surgi­miento de la nueva conciencia? Muchas personas ya han tomado conciencia de la diferencia entre la espiritualidad y la religión. Reconocen que el hecho de tener un credo (una serie de creencias consideradas como la verdad absoluta) no las hace espirituales, independientemente de cuál sea la naturaleza de esas creencias. En efecto, mientras más se asocia la identidad con los pensamien­tos (las creencias), más crece la separación con respecto a la di­mensión espiritual interior. Muchas personas "religiosas" se en­cuentran estancadas en ese nivel. Equiparan la verdad con el pen­samiento y, puesto que están completamente identificadas con el pensamiento (su mente), se consideran las únicas poseedoras de la verdad, en un intento inconsciente por proteger su identidad. No se dan cuenta de las limitaciones del pensamiento. A menos de que los demás crean (piensen) lo mismo que ellas, a sus ojos, estarán equivocados; y en un pasado no muy remoto, habrían considerado justo eliminar a esos otros por esa razón. Hay quie­nes todavía piensan así en la actualidad.

La nueva espiritualidad, la transformación de la conciencia, comienza a surgir en gran medida por fuera de las estructuras de las religiones institucionalizadas. Siempre hubo reductos de espiritualidad hasta en las religiones dominadas por la mente, aunque las jerarquías institucionalizadas se sintieran amenazadas por ellos y muchas veces trataran de suprimirlos. La apertura a gran escala de la espiritualidad por fuera de las estructuras religiosas es un acontecimiento completamente nuevo. Anteriormente, esa mani­festación habría sido inconcebible, especialmente en Occidente, cultura en la cual es más grande el predominio de la mente y en donde la Iglesia cristiana tenía prácticamente la franquicia sobre la espiritualidad. Era imposible pensar en dar una charla o publi­car un libro sobre espiritualidad sin la venia de la Iglesia. Y sin esa venia, el intento era silenciado rápidamente. Pero ya comien­zan a verse señales de cambio inclusive en el seno de ciertas iglesias y religiones. Realmente es alentador y gratificante ver algunas señales de apertura como el hecho de que Juan Pablo II visitara una mezquita y también una sinagoga.

Esto sucede en parte como resultado de las enseñanzas espi­rituales surgidas por fuera de las religiones tradicionales, pero también debido a la influencia de las enseñanzas de los antiguos sabios orientales, que un número creciente de seguidores de las religiones tradicionales pueden dejar de identificarse con la forma, el dogma y los credos rígidos para descubrir la profundidad original oculta dentro de su propia tradición espiritual, y descu­brir al mismo tiempo la profundidad de su propio ser. Se dan cuenta de que el grado de "espiritualidad" de la persona no tiene nada que ver con sus creencias sino todo que ver con su estado de conciencia. Esto determina a su vez la forma como actúan en el mundo y se relacionan con los demás.

Quienes no logran ver más allá de la forma se encierran to­davía más en sus creencias, es decir, en su mente. En la actualidad estamos presenciando un surgimiento sin precedentes de la conciencia, pero también el atrincheramiento y la intensificación del ego. Habrá algunas instituciones religiosas que se abrirán a la nueva conciencia mientras que otras endurecerán sus posicio­nes doctrinarias para convertirse en parte de todas esas otras estructuras forjadas por el hombre detrás de las cuales se ha de atrincherar el ego para "dar la pelea". Algunas iglesias, sectas, cultos o movimientos religiosos son básicamente entidades egotistas colectivas identificadas tan rígidamente con sus posi­ciones mentales como los seguidores de cualquier ideología política cerrada ante cualquier otra interpretación diferente de la realidad.

Pero el ego está destinado a disolverse, y todas sus estructu­ras osificadas, ya sea de las religiones o de otras instituciones, corporaciones o gobiernos, se desintegrarán desde adentro, por afianzadas que parezcan. Las estructuras más rígidas, las más re­fractarias al cambio, serán las primeras en caer. Esto ya sucedió en el caso del comunismo soviético. A pesar de cuán afianzado, sólido y monolítico parecía, al cabo de unos cuantos años se desintegró desde adentro. Nadie lo vio venir. A todos nos cayó por sorpresa. Y son muchas otras las sorpresas que nos esperan.

LA URGENCIA DE UNA TRANSFORMACIÓN

La vida, ya sea de una especie o de una forma individual, muere, o se extingue, o se impone por encima de las limitaciones de su condición por medio de un salto evolutivo siempre que se ve enfrentada a una crisis radical, cuando ya no funciona la forma anterior de ser en el mundo o de relacionarse con otras formas de vida y con la naturaleza, o cuando la supervivencia se ve amena­zada por problemas aparentemente insuperables.

Se cree que las formas de vida que habitan este planeta evo­lucionaron primero en el mar. Cuando todavía no había animales en la superficie de la tierra, el mar estaba lleno de vida. Entonces, en algún momento, alguna de las criaturas se aventuró a salir a la tierra seca. Quizás se arrastró primero unos cuantos centíme­tros hasta que, agobiada por la enorme atracción de la gravedad, regresó al agua donde esta fuerza prácticamente no existe y donde podía vivir con mayor facilidad. Después intentó una y otra vez hasta que, mucho después, pudo adaptarse a vivir en la tierra, desarrolló patas en lugar de aletas y pulmones en lugar de agallas. Parece poco probable que una especie se hubiera aventurado en semejante ambiente desconocido y se hubiera sometido a una transformación evolutiva a menos que alguna crisis la hubiera obligado a hacerlo. Quizás pudo suceder que una gran zona del mar hubiera quedado separada del océano principal y que el agua se hubiera secado gradualmente con el paso de miles de años, obligando a los peces a salir de su medioambiente y a evolucionar.

El desafío de la humanidad en este momento es el de reaccio­nar ante una crisis radical que amenaza nuestra propia supervi­vencia. La disfunción de la mente humana egotista, reconocida desde hace más de 2.500 años por los maestros sabios de la anti­güedad y amplificada en la actualidad a través de la ciencia y la tecnología, amenaza por primera vez la supervivencia del planeta. Hasta hace muy poco, la transformación de la conciencia humana (señalada también por los antiguos sabios) era tan sólo una posi­bilidad a la cual tenían acceso apenas unos cuantos individuos aquí y allá, independientemente de su trasfondo cultural o reli­gioso. No hubo un florecimiento generalizado de la conciencia humana porque sencillamente no era todavía una necesidad apre­miante.

Una proporción significativa de la población del planeta no tardará en reconocer, si es que no lo ha hecho ya, que la huma­nidad está ante una encrucijada desgarradora: evolucionar o mo­rir. Un porcentaje todavía relativamente pequeño pero cada vez más grande de personas ya está experimentando en su interior el colapso de los viejos patrones egotistas de la mente y el despertar de una nueva dimensión de la conciencia.

Lo que comienza a aflorar no es un nuevo sistema de creen­cias ni una religión, ideología espiritual o mitología. Estamos lle­gando al final no solamente de las mitologías sino también de las ideologías y de los credos. El cambio viene de un nivel más profundo que el de la mente, más profundo que el de los pensamien­tos. En efecto, en el corazón mismo de la nueva conciencia está la trascendencia del pensamiento, la habilidad recién descubierta de elevarse por encima de los pensamientos, de reconocer al interior del ser una dimensión infinitamente más vasta que el pensamien­to. Por consiguiente, ya no derivamos nuestra identidad, nuestro sentido de lo que somos de ese torrente incesante de pensamien­tos que confundimos con nuestro verdadero ser de acuerdo con la vieja conciencia. Es inmensa la sensación de liberación al saber que no somos esa "voz que llevamos en la cabeza". ¿Quién soy entonces? Aquel que observa esa realidad. La conciencia que precede al pensamiento, el espacio en el cual sucede el pensamiento, o la emoción o la percepción.

El ego no es más que eso: la identificación con la forma, es decir, con las formas de pensamiento principalmente. Si es que hay algo de realidad en el concepto del mal (realidad que es re­lativa y no absoluta), su definición sería la misma: identificación total con la forma: las formas físicas, las formas de pensamiento, las formas emocionales. El resultado es un desconocimiento total de nuestra conexión con el todo, de nuestra unicidad intrínseca con "todo lo demás" y también con la Fuente. Este estado de olvido es el pecado original, el sufrimiento, el engaño. ¿Qué clase de mundo creamos cuando esta falsa idea de separación total es la base que gobierna todo lo que pensamos, decimos y hacemos? Para hallar la respuesta basta con observar la forma como los seres humanos se relacionan entre sí, leen un libro de historia o ven las noticias de la noche.

Si no cambian las estructuras de la mente humana, terminaremos siempre por crear una y otra vez el mismo mundo con sus mismos males y la misma disfunción.

UN NUEVO CIELO Y UNA NUEVA TIERRA

La inspiración para este libro vino de una profecía bíblica, que parece más aplicable en la actualidad que en ningún otro momen­to de la historia humana. Aparece tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento y se refiere al colapso del orden existente del mundo y el surgimiento de "un nuevo cielo y una nueva tierra".1 Debemos comprender aquí que el cielo no es un lugar sino que se refiere al plano interior de la conciencia. Este es el significado esotérico de la palabra y también es el significado que tiene en las enseñanzas de Jesús. Por otra parte, la tierra es la manifestación externa de la forma, la cual es siempre un reflejo del interior. La conciencia colectiva de la humanidad y la vida en nuestro planeta están íntimamente conectadas. "El nuevo cielo" es el florecimiento de un estado transformado de la conciencia humana, y "la nueva tierra" es su proyección en el plano físico. Puesto que la vida y la conciencia humanas son una con la vida en el planeta, a medida que se disuelva la vieja conciencia deberán producirse simultáneamente unos cataclismos geográficos y climáticos en muchas partes del planeta, algunos ya los hemos comenzado a presenciar.

Un Abrazo de Luz.-
Sergio