viernes, 26 de febrero de 2010

Un maestro que salió a enseñar la Paz

Había una vez un maestro que decidió recorrer el mundo para enseñar la Paz.

Así que sanó a todo enfermo que le salió al paso –aunque sin experimentar Paz.

Libró a los endemoniados de sus demonios –pero sin comprender qué diablos era la Paz.

Caminó sobre mares y ríos, apaciguó tormentas –pero ningún milagro calmó las agitadas aguas de su Alma ni le ayudó a hallar la senda de la Paz.

Convirtió agua en vino, mirra en oro, oro en mirra –sin saber cómo transformar su angustia en Paz.

Un día, tras muchos afanes, llegó a la siguiente conclusión:

“¡En mi vida no hallo el milagro de la Paz!”.

Entonces, el sanador no sanado recordó las palabras de su Salvador personal, un mago que lo había curado años atrás de su soledad y cuyo nombre no sabía ni recordaba:

“Detrás de cada milagro hay una ilusión… ¡y cada uno de nosotros es un milagro!”.

De lo cual dedujo el maestro:

“La Paz se esconde justo detrás de cada milagro, en el centro de toda ilusión: unos y otros deben ser dejados atrás, para que lo inexpresable pueda al fin ser expresado”.

Así que un día dejó de lado el anhelo de aprender qué era la Paz.

Dejó de lado todo anhelo de aprender –pues, ¿qué más podía aprender alguien que era capaz de sosegar tifones, sanar enfermos con un toque de sus manos y transformar la bosta de vaca en oro?

También dejó de hacer milagros.

Dejó de hacer. ¡Hasta dejó de dejar!

Y en ese instante… ¡empezó a Ser! Y en el Ser ya no había necesidad de ilusiones ni milagros.

En el Ser sobraba el hacer. Y así –al fin- halló la Paz.

La Paz estaba allí –donde no había ningún allí.

La Paz transcurría en un instante exento del más mínimo instante.

La Paz se podía aprender… ¡pero no se podía transmitir a otros!

Sin embargo, y tal como le mostraba su propia experiencia, la única forma de aprender la Paz era enseñándola: pues ésa era la máxima expresión de Amor de la que era capaz un ser humano hacia sí mismo.

Porque amar al prójimo cada segundo del día es la única manera de despejar los obstáculos que nos separan del Amor hacia nosotros mismos…

Así, continuó enseñando lo in enseñable: vertió –sin reservas- ese infinito caudal de Amor que manaba de sí mismo; sació la sed del sediento, devolvió la salud al desahuciado… ¡y siguió haciendo esos milagros que tanto entretenían e ilusionaban a sus semejantes!

martes, 23 de febrero de 2010

EL SALTO

La existencia aparente de un ser humano es muy diferente de su realidad más íntima. Mientras la vida exterior generalmente se teje de apegos, posesiones e incomprensiones, además de inercia en diversos grados, la vida profunda se inunda de paz y de armonía. De ella emerge la claridad, la acción inteligente y la libertad de un amor impersonal que todo lo abarca.

Al escalar una montaña en dirección a la cima buscando nuevos horizontes, más amplios, muchas veces la persona se distrae e incursiona por senderos paralelos. Esto se debe a su comprensíón aún inmadura de la vida, a su percepción superficial. Sin embargo, después de haber llegado a determinado nivel, al encontrarse frente al abismo que separa la vida común de la vida trascendente, tiene que transponerlo. La impulsa únicamente la certeza interior de que debe proseguir. Ahora, sin apoyos ni indicaciones externas acerca de lo que encontrará del otro lado, debe saltar.

Cuando se da cuenta del valor de dar ese salto, un nuevo poder emerge del interior de su ser, un poder que devela los secretos del camino. Entonces ve que el pasado fue nada más que una preparación para la magnanimidad de lo que comienza a vivir. Y con más pureza irradiará la luz de los Mundos Internos sobre todo lo que lo rodea en los planos materiales de la existencia.

Hoy, más que nunca, hace falta ese descubrimiento, ese sagrado Servicio.